sábado, 7 de mayo de 2011

Preservando la Agresividad- por Maite Sánchez Pinuaga.

La agresividad natural está ligada a la vida. De hecho, no se podría vivir sin un mínimo de agresividad. Si nos remontamos a su etimología, el término proviene del latín agredior: “ir hacia”, que tiene que ver con salir y manifestarse en el mundo. Está estrechamente ligada también a la sexualidad, que representa la capacidad de expansión natural de los seres vivos, en su tendencia instintiva al placer. Visto así, se podría decir que un bebé necesita “agresividad” para poder mamar. El concepto de agresividad se opone, precisamente, al de miedo, que nos dispone a la contracción, a la inhibición de impulsos naturales, que son propios de todo ser vivo y de su encuentro con el mundo.

Desde Wilhelm Reich se abre un camino en la prevención de la psicopatología, considerando los momentos claves de la crianza y la educación en el ser humano como determinantes para el sano desarrollo de su vida y la calidad de sus relaciones. Si se impiden o dificultan continuamente los movimientos de libertad, de expresión emocional y motriz, limitando una y otra vez su manifestación con el mundo, se estarán sembrando semillas de violencia en la vida de las personas. La violencia institucionalizada de los partos hospitalarios; posteriormente, los horarios y normas rígidos que en nada respetan los ritmos en los que, de forma natural, se regula un niño-a, para todo: para comer, para dormir; la “no escucha” en respuesta a su llanto, que se traduce en negación de su necesidad y la “inhibición de la acción” de la que hablaba Henri Laborit.

Ya más mayores, cuando ya pueden contarnos qué les pasa y qué quieren, nuestros niños ven frustrados sus intentos de Ser y “Ser en relación” con el mundo desde sus necesidades reales. Es así que su “¡no!”, que es su “yo” que comienza a ser negado, al igual que su “¡mío!”, corre la misma suerte, con la imposición de una serie de elementos morales con frases que seguro hemos escuchado en muchas ocasiones, tales como: “tienes que compartir”. Es así como, poco a poco, se les impide experimentar sus propias opciones, invalidando su percepción. Ahí estamos interfiriendo y vaciándoles de sí mismos, desde, por ejemplo, el miedo a que el resto de las personas en lo social, consideren a la madre como una “mala madre”; la madre es más “aceptada” cuando consigue que su niña sea “buena” –aunque, en realidad, estaríamos hablando de su propia “niña interna”.

También se hace imprescindible diferenciar entre lo que es “agresividad” y “destructividad”. Precisamente si preservamos esa capacidad agresiva natural no se desarrolla la destructividad, que no es sino una vía inevitable cuando se inhibe la primera. La tensión que se crea a partir de esa inhibición, en cada movimiento natural expresivo, se canaliza de la peor manera, dañando como forma de vaciarse del daño sufrido. Tanto para abrazar como para decir “¡no!”, la agresividad es un movimiento hacia el encuentro, es un movimiento vital; si eso no es posible, me contraigo, mi biología, mi propio organismo esta contraído, y me adentro en una dinámica de angustia contraria al placer, desde la cual odio y destruyo. De ese modo, perdiendo el contacto con el verdadero placer, acaba por orientarse hacia placeres sustitutivos, como golpear, morder, obtener poder, derribar al otro…

Ahora bien, también la agresividad natural puede tener connotaciones de rabia en un momento dado, es decir, si algo contraría mi orden natural, si alguien invade mi territorio o sufro algún tipo de abuso, etc., puedo experimentar la necesidad de poner un límite claro y firme, si fuera preciso, incluso cargado de rabia o enfado. Esta emoción es una respuesta de regulación necesaria, cuando es posible dar paso al dialogo, en el que se crea un espacio para el bienestar, para el encuentro y para el amor.

En estos momentos está preocupando mucho el fenómeno de la violencia en las aulas y la reflexión esencial es, precisamente, que en esta “mochila emocional”, que trae cada niño y que lleva consigo a la escuela, encontramos las razones de dicha violencia, acoso y/o sumisión y temor. Y es que todos los conflictos que pueda haber a un nivel psicoafectivo en la infancia se manifiestan en las relaciones con otros niños, con los educadores, con el entorno, ya sea desde un problema de acoso, de sumisión, pasividad o absentismo escolar, como también de violencia explícita y clara, manifestación de esta disarmonía que se ha ido creando desde la no atención, la no escucha, la falta de reconocimiento y de libertad expresiva, la insatisfacción de sus necesidades básicas. Si el niño se siente “ser” y cuenta con un espacio en el mundo en el que expandirse y seguir ese mandato natural instintivo de placer y alegría de vivir, tenderá, naturalmente, a desarrollar lo mejor de sí mismo, a crear y disfrutar de establecer relaciones constructivas, cooperativas y armoniosas con el mundo en el que vive. Esto es simplemente así porque se trata de una cualidad del ser humano libre y autorregulado. Si la verdadera naturaleza, pues, no ha sido obstaculizada, la envidia y el odio que se vivencian con el sentimiento de “no existir” y de tener que ir abriéndose camino de una forma violenta, robando el poder personal del otro, simplemente, no tendrán lugar.

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