Los adultos pretendemos, con demasiada frecuencia, que los niños crezcan muy deprisa. Aunque es indudable que debemos dotarles de oportunidades de desarrollo, en muchas ocasiones tendemos a confundir autonomía con responsabilidad. Capacidades como atarse los cordones o vestirse sin ayuda resultan tareas complejas que el niño ha de ir adquiriendo de forma progresiva. Bajo la bandera de que el niño necesita ser autónomo, muchos padres le cargan con responsabilidades que no le son propias. El niño tiene que ser cuidado, atendido, mirado y guiado, y más cuanto más pequeño es. Somos los adultos quienes debemos estar vigilantes para que vayan adecuadamente abrigados o para que se pongan los zapatos bien o para que no lleven el pantalón al revés.
En ocasiones, exponemos a los niños a informaciones y situaciones inadecuadas o que, simplemente les exceden y que, por tanto, son sencillamente inapropiadas. Vivimos en una sociedad de competencias y competiciones, con la conciencia de que los recursos son limitados, por eso es necesario ser el mejor, el primero y llegar cuanto antes. Esta sensación adulta se deja sentir, en no pocas ocasiones, en nuestra forma de criar y educar a los niños.
Bajo la premisa de que “los niños de hoy en día son muy listos” y de que “la vida es muy dura”, los adultos exigimos a los niños unas habilidades, conocimientos y capacidades muy por encima, no ya de lo que pueden llegar a realizar, sino de lo que resulta razonable y deseable para su desarrollo. Ello hace que muchos adultos se frustren cuando un niño no muestra siquiera interés por actividades que han preparado y que, sencillamente, les exceden. En ese caso, los padres tienden a interpretar el comportamiento del niño como falta de “inteligencia”. A partir de ese momento, es fácil que al pequeño le lluevan etiquetas como “a Pedro no se le van a dar bien las matemáticas” o “Elena no tiene ninguna capacidad para el inglés y le va a costar mucho”. Estos comentarios se harán un hueco natural entre las descripciones para referirse al niño y, a fuerza de repetirlas y creerlas, terminan por convertirse en realidad.
El proceso de desarrollo y aprendizaje es paulatino, tiene su ritmo. En cada momento de la vida, el niño tiene unas capacidades y nuestra relación con él ha de ser necesariamente distinta, sincrónica. Es verdad que la crianza supone una renuncia transitoria de espacios adultos, con lo que ir incorporando al niño a la rutina de adultos nos acerca al espejismo de que “volvemos a ser nosotros”, nos permite hacer más cosas que nos apetecen, por ejemplo, podemos ver con ellos películas que nos interesan más o actividades que relegamos porque no eran apropiadas para realizarlas con nuestros hijos. Sin embargo, aunque es comprensible nuestra prisa (y por qué no, necesidad) por recuperar esos espacios y, en algunos casos, compartirlos con los niños, se trata de un proceso en el que hay que respetar los tiempos de la infancia por encima de todo.
Nuestros intereses y las capacidades infantiles no van siempre de la mano. Una película fascinante para un adulto y, a priori, divertida para un niño, puede resultar una experiencia desagradable para este último. No sólo porque el contenido pueda excederle (a veces con tramas que resultan muy sencillas) sino porque sencillamente, o no le interesan (con lo que se aburren) o porque determinados personajes aparentemente infantiles les asustan o inquietan. El niño interpreta todo a través de sus capacidades y su experiencia, por lo que es necesario adecuar aquello a lo que les exponemos y lo que les exigimos a las capacidades de las que disponen o que están a punto de alcanzar. Esta tarea no es tan compleja. Sencillamente, dejémosles que sean niños.
*Purificación Sierra es profesora de psicología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia.
http://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2011/10/04/la-vida-es-muy-dura-pero-dejemosles-que-sean-ninos-85315/
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